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Capítulo 7

La Psicología de la Resistencia

Por Aric McBay

Escucho a muchos condenar a estos hombres porque eran tan pocos. ¿Cuándo fueron los buenos y valientes alguna mayoría?

- Henry David Thoreau, "Una súplica por el Capitán John Brown."

¿Como podemos esperar que la justicia prevalecerá cuando casi nadie está dispuesto a dedicar su propia vida a la causa justa? Es un día hermoso, soleado y yo me tengo que apurar. ¿Pero qué importa mi muerte si a través de nosotros miles de personas despiertan y toman acción?

-Sophie Scholl, La Sociedad de La Rosa Blanca, sus palabras finales.

Nuestra premisa se basa en que la mayoría de las personas no actuaran en resistencia. Algunas razones son obvias: la obediencia arraigada, ignorancia y los beneficios de participar en la cultura dominante. Pero también hay barreras psicológicas para la resistencia, al menos cuatro que han sido exploradas por la investigación de la psicología.

En los años 50. el psicólogo Solomon Asch llevó a cabo una serie de experimentos sobre los efectos sociales de la percepción. Asch intentó demostrar que cuando una persona enfrenta una pregunta clara y objetiva, el juicio de una persona no debe verse afectado por otros.

Los sujetos experimentales fueron llevados a un cuarto uno a la vez con personas que posaban como participantes: los cómplices del experimentador. Se les enseñó una serie de líneas: una línea de "referencia" y muchas líneas de comparación que variaban en su tamaño, pero con una que coincidía con la línea de referencia. El investigador preguntó a los participantes que eligieran la línea que era idéntica. Hicieron esto doce veces con doce figuras diferentes. El truco consistía en que los sujetos falsos, los cómplices del investigador, mentían. Se les dio la instrucción de que eligieran una línea que fuera claramente demasiado larga o corta.

Después de que cinco participantes falsos hubieran expresado su decisión, los participantes genuinos tomarían su decisión. Los resultados del experimento fueron completamente opuestos a lo Asch había esperado. En más de la mitad de los casos, los participantes copiaron el consenso, incluso cuando la respuesta correcta era obvia. Un 25% de los participantes se rehusaron a conformar con cada prueba, pero el 75% de los participantes contestaron de acuerdo al consenso al menos una vez.1 Después de entrevistar a los participantes, Asch encontró que la mayoría de las personas veían correctamente las líneas, pero sentían que debido a que el resto del grupo estaba en consenso, que ellos deberían estar equivocados. Algunos sabían que el grupo estaba errado, pero siguieron la corriente para evitar sobresalir. Y algunos después de completado el experimento, insistieron que en realidad vieron las líneas de la misma manera que el resto del grupo.

Una investigación posterior de otro psicólogo encontró ciertas similitudes entre aquellas personas más propensas a coincidir.2 Observaron que dichas personas tendían a mostrar mayores niveles de ansiedad, bajo estatus, una gran necesidad de aprobación y personalidades autoritarias. Ese último rasgo es particularmente interesante, las personas que tienen una tendencia a ordenar a los demás son en sí mismos psicológicamente maleables.

No es sólo la presencia de una opinión prevalesciente lo que afecta si el participante ajustará su respuesta o no. La autoridad juega un rol muy importante. El psicólogo de Yale, Stanley Milgram, llevo a cabo una famosa serie de experimentos en 1961, poco después de que comenzarán los juicios de crímenes de guerra del Nazi Adolf Eichmann. Buscaba entender el grado en que aquellas personas responsables del Holocausto sólo "seguían órdenes". En el experimento de Milgram, el sujeto recibía la instrucción de una autoridad (el experimentador usaba una bata de laboratorio) para darle shocks eléctricos poderosos a otra persona, un actor que a veces decía que tenía un problema cardíaco. El actor no era electrocutado, pero fingía recibir una descarga, gritando en pronunciado dolor, golpeando las paredes y luego desmayándose conforme se llegaba a un posible umbral fatal.

Antes del experimento, Milgram interrogó a sus estudiantes y colegas, todos quienes creían que sólo un pequeño porcentaje de los sujetos administrarían la dosis máxima de electricidad de 450 volts. Por supuesto, cuando el experimento se llevó a cabo, el 65% de las personas llegaron a administrar los electrochoques sucesivos hasta llegar al máximo voltaje.3 De aquellos sujetos que se rehusaron a administrar el máximo electrochoque, ninguno exigió que se detuvieran; ni uno cuestionó su existencia. En experimentos ulteriores, Milgram examinó lo que pasaría si se agregaban más rasgos deautoridad. Encontró que mientras la localidad donde se llevaba a término el experimento fuera más respetable (digamos, un palacio de justicia en lugar de una oficina), aumentaba la tasa de obediencia. (Bajo la sospecha de que los sujetos se hubieran dado cuenta de que la víctima estaba fingiendo, otros dos psicólogos hicieron el mismo experimento usando electrochoques reales y un cachorro vivo. Encontraron una tasa de obediencia mucho mayor que en el experimento original.4)

Cuando usaban a un cómplice para efectuar los electrochoques, y el sujeto sólo tenía que ayudar en otros aspectos del experimento, virtualmente todos los sujetos completaron a término el experimento. La buena noticia está en que cuando dos cómplices se agregaba a la mezcla para desafiar a la autoridad, casi todos los sujetos se rehusaban a continuar con el experimento.

El experimento de Milgram en uno de los estudios más citados que buscan entender porqué las personas escuchan a aquellos en el poder incluso cuando están haciendo algo que obviamente está mal. Y por supuesto, como el experimento de Asch, las personas en el mundo real enfrentan una situación peor que los sujetos del experimento. Los guías del experimento, vestidos con sus batas de laboratorio, sólo podían usar la presión verbal para motivar la obediencia. El sujeto no se arriesgaba a la censura de su familia ni grupo social. No arriesgaban perder sus trabajos. Ni arriesgaban el ridículo público. El experimentador no usó sistemas legales en contra de ellos, ni los amenazó ni usó ninguna violencia física para asegurar su obediencia. En el mundo real, todas estas herramientas serán usadas contra las personas que contemplen la resistencia.

La impotencia aprendida ofrece otra profundización en la psicología de la resistencia y la no resistencia. El término viene de una serie de experimentos que Martin Seligman llevó a cabo en los años 60. En este experimento, varias agrupaciones perros fueron sujetados con arneses de restricción. Un grupo, un grupo de control, fue rápidamente liberado de los arneses sin ningún daño. El segundo grupo recibió una serie de electrochoques, pero tenían una palanca que podía activarse para detenerlos. Un tercer grupo recibió electrochoques de principio a fin de forma aleatoria sin ninguna forma de controlar los choques. Los primeros dos grupos se recuperaron rápidamente del experimento, pero los perros en el tercer grupo empezaron amostrar síntomas similares a la depresión clínica.5

En la segunda mitad del experimento, los perros sin ninguna restricción a su movimiento, fueron sometidos a una "caja de choques" de la cual podían escapar con facilidad. Los perros de los primeros dos grupos saltaron fuera de la caja en cuanto los electrochoques empezaron. Pero la mayoría de los perros en el tercer grupo, sencillamente se acostaron y lloraron, incluso cuando pudieron haber escapado fácilmente. Los investigadores concluyeron que habían aprendido a ser impotentes. La buena noticia es que cerca de un tercio de los perros del último grupo no se volvieron impotentes, pero lograron escapar la caja a pesar de su experiencia traumática previa.

Cuando extrapolaron la experiencia de estos perros más resilientes a la experiencia humana, Seligman y otros psicólogos encontraron que su comportamiento se correlacionaba mucho con el optimismo.6 Hicieron notar que no se trataba del optimismo inocente o infantil. No se trataba de "echar porras". En su lugar, para superar la impotencia aprendida se necesita entender y explicar la fuente de los traumas. Las personas que creían que sus problemas eran dominantes, permanentes ("siempre ha sido así y siempre será así") y personales ("todo es mi culpa") eran mucho más propensas a la impotencia aprendida y depresión.

Esto también se puede extrapolar a nuestra propia situación. Aquellos en el poder fomentan en nosotros la creencia de que el status quo es natural, inevitable e incluso que experimentamos la mejor sociedad posible. Si alguien se encuentra insatisfecho con la manera en que la sociedad funciona, nos dicen que se trata de un problema emocional individual. Asimismo, los traumas individuales perpetrados por aquellos en el poder a individuos o personas particulares o a la tierra, pueden parecer aleatorios en primera instancia. Pero si rastreamos sus orígenes a la raíz del capitalismo, patriarcado y civilización en general, entonces es evidente que son una falta de balance en el poder y podemos superar la impotencia aprendida que dichos horrores crearían de otra forma.

Además, aquellos en el poder hacen esfuerzos sistemáticos para convencernos de que la destrucción ambiental es nuestra culpa (debido a que también consumimos papel de baño) en lugar de ser ocasionados por las decisiones y acciones de aquellos que presiden la economía. Si aquellos en el poder pueden convencernos que "es nuestra culpa", no han encaminado un paso más hacia la impotencia aprendida, depresión y en última instancia, el fracaso a la resistencia.

El efecto espectador y la difusión de responsabilidad con que se relaciona, es un efecto psicológico final que ayuda a determinar la resistencia y no resistencia. Usualmente, el concepto se relaciona con el asesinato de 1964 de una mujer neoyorquina llamada Kitty Genovese. Genovese fue apuñalada a muerte, por un periodo de media hora, cerca de su edificio de departamentos. Una docena de personas escucharon sus gritos pidiendo ayuda y los sonidos de forcejeo y algunos llegaron a ver partes del ataque en el que fue apuñalada. Pero nadie intervino.7 El efecto espectador es algo que seguramente todos hemos vista en muchas ocasiones. Recuerdo hace unos años, haber estado sentado en mi departamento después de cenar, leyendo un libro, cuando una mujer gritando llegó del corredor de afuera. Pedía ayuda, golpeando las puertas con sus manos y pies mientras que un agresor la arrastraba por el corredor jalándola del cabello. De las diez a quince personas que vivían en ese piso, yo fui el único que dejó atrás su departamento para detener el ataque. Nade se molestó siquiera para llamar a la policía.

Después del asesinato de Kitty Genovese, el psicólogo John Darley y Bibb Latané llevaron a cabo una serie de estudios para explorar la difusión de la responsabilidad. Pusieron a un grupo de estudiantes universitarios en varios cubículos diferentes y se comunicaban a través de un intercom sobre un tema sin relación de carnada. Temprano en el experimento, uno de los participantes, cómplice de los experimentadores, mencionó que a veces tenía convulsiones. Después, más tarde en el experimento, el cómplice fingía una convulsión por el intercom, pidiendo auxilio, diciéndole a los demás que estaba teniendo una convulsión y que pensaba que iba a morir seguido de un silencio. La probabilidad de que otro participante abandonara su cubículo para ayudar a la "víctima de la convulsión" estaba directamente correlacionado al número de personas involucradas en la conversación por intercom. Cuando sólo un participante estaba presente, había un 85% de posibilidad de que esta persona ofreciera ayuda a la víctima. Cuando había dos participantes presentes, la probabilidad bajaba a 62%. Cuando había cinco participantes presentes, sólo el 31% respondía. El tiempo de respuesta de los participantes también incrementó significativamente conforme el número de participantes aumentaba.8 En otras palabras, mientras más personas estén presentes, más se disipaba la responsabilidad. Los experimentos no encontraron una diferencia significativa entre hombres y mujeres.

Cabe destacar que Darley y Latané reportaron que las que sí actuaban se mostraban menos preocupadas que aquellos que no actuaban. Las personas que abandonaron sus cubículos parecían por lo general estar calmadas y "sin pánico", mientras que aquellos que permanecían en sus cubículos a menudo se mostraban visiblemente preocupados, sudando y temblando. No era que estas personas decidieran no actuar, escribieron los psicólogos. Más bien, fueron incapaces de decidirse a actuar, para llevar a cabo la acción, preocupados de que "se verían como tontos si sobre actuaban".

En un segundo estudio, Darley y Latané decidieron examinar cómo las actitudes de los espectadores afectaban como una persona respondería. En este estudio, los participantes se sentaron en un cuarto para llenar cuestionarios. Después de unos minutos, los experimentadores empezaron a inundar el cuarto con humo. Los espectadores que no tenían a nadie más en la habitación reportaban el humo el 75% de las veces. Cuando había tres sujetos presentes, la probabilidad de que un participante reportara el humo descendía a 38%. Para la última parte del estudio, los experimentadores pusieron a un sujeto en la habitación con dos cómplices que tenían la instrucción de hacer notar el humo e ignorarlo deliberadamente. En el caso final, sólo el 10% de las personas reportaron el humo.9

John Darley escribió que en dichas situaciones un determinado espectador interpreta en la falta de acción de sus compañeros que la situación no es urgente ni peligrosa. "Un tipo de ‘pandilla antipánico’ se forma en la que los individuos no responden porque definen que la situación no es una emergencia.10

Nuevamente, podemos ver los paralelos en nuestra situación. Aquellos en el poder constantemente prometen (o más sutilmente, implican a través de su falta de acción) que todo está bien. Que la pobreza masiva no es un problema. Que el calentamiento global no es una emergencia. Aseguran que las personas que advierten dichos problemas promueven el amarillismo y actúan como si al reconocer los problemas globales serios que ocasionan generaría caos y pánico masivo.

Inclusive esta actitud condescendiente no está respaldada por la historia. En su libro Disaster: A Psychological Essay (Desastre: Un Ensayo Psicológico), Martha Wolfenstein examinó la actitud del los oficiales y asesores del gobierno británico durante la SGM en los meses previos al bombardeo de Inglaterra por Alemania. Cuando el bombardeo empezó, los oficiales esperaban que hubiera pánico masivo y que las masas escaparían de Londres en pánico y que la cantidad de fatalidades psicológicas superaría las casualidades físicas tres a uno.11 Por supuesto, eso no pasó. "No hubo ninguna huida en pánico de Londres o de ninguna otra ciudad. La evacuación fue ordenada y menos personas de las anticipadas mostraron un deseo de abandonar sus hogares por una localidad más segura".12 Aunque esta idea del pánico masivo es una fantasia popular y colorida, Wolfenstein escribe que en su lugar, "que las poblaciones diezmadas por el desastre .... se mantienen calladas, impresionadas y sorprendidas".

Wolfenstein también examina las razones por las que tantas personas, cuando enfrentan peligros y desastres inminentes, no reaccionan. Las garantías que aquellos en el poder afirman otorgar, y hasta cierto grado la sola existencia de aquellos en el poder y su supuesta competencia, ayuda a mantener alas personas en un estado de pasividad. Wolfenstein escribe que, "esta confianza de que los líderes o el gobierno puede y debe hacer algo, por lo general está combinada con la creencia de que los ciudadanos individuales no tenían ninguna opción de participar. Dichas actitudes hacia los asuntos públicos ilustran la tendencia de lo que se ha llamado la ‘privatización’. El ciudadano promedio tiende a creer con mayor fe que no tiene ni el conocimiento ni los medios para participar en los asuntos públicos más importantes que afectarán su destino”.13

No sólo sienten que no pueden participar, muchas personas en esta situación (como en el experimento del humo que hicieron los psicólogos) parecen sentir que nada malo está pasando: "La expectativa de que las autoridades superiores harán algo para prevenir la amenaza junto con la creencia de que el individuo mismo no puedo hacer nada, son suficientes para asociar una ausencia de preocupación".14